“De hecho, si está regulada, ya no es libertad. Es censura. Basta con aplicar la ley tal y como está escrita desde hace muchos años.” Con esta afirmación rotunda comienza una reflexión de nuestro editor sobre los límites de la libertad de expresión y el peso que aún hoy tienen ciertas decisiones legales en la creación artística.
Muchos de nuestros lectores (los más jóvenes seguramente no) recuerdan lo que sucedió en 1981 cuando se estrenó la película dirigida por Pilar Miro y producida por Alfredo Matas titulada: El crimen de Cuenca. Está basada en hechos reales ocurridos a principios del siglo XX en los municipios de Tresjuncos y Osa de la Vega, en la provincia de Cuenca. La historia también fue llevada al papel por la guionista de la película, Lola Salvador Maldonado, quien publicó un libro con el mismo título ese mismo año.
El estreno de la película se vio envuelto en polémica. Fue obstaculizado por el entonces ministro de Cultura, Ricardo de la Cierva, y los tribunales de justicia consideraron que el contenido podía ser delictivo al atentar contra la imagen del cuerpo judicial y la Guardia Civil. No fue hasta 1981 cuando el Tribunal Supremo autorizó finalmente su exhibición, generando un fuerte impacto en la sociedad española de la época.
En 2019 se estrenó Regresa El Cepa, un documental dirigido por Víctor Matellano que repasa la influencia de la película a través de entrevistas con especialistas, juristas, antiguos responsables institucionales, miembros del equipo técnico y artístico, y actores como Mercedes Sampietro o Héctor Alterio.
Esa es la vía por la que se rigen hasta hoy en España los delitos cometidos por abusos en la libertad de expresión: el supuestamente agraviado lo denuncia ante un Tribunal, se juzga el caso y se emite sentencia. Y punto.
Los Jueces honestos, como en aquélla ocasión lo fueron, tienen criterio más que suficiente para dictar sentencia. Lo único que consiguieron los denunciantes fue darle una enorme campaña de publicidad gratuita a la película, que obtuvo un impresionante éxito de público.
Ahora el gobierno de España y algunos otros países de la UE quieren rizar el rizo y dictar un catálogo de regulaciones para aplicárselas a los medios de comunicación… pero solo a los que no estén en sintonía con la política woke, tan de moda en los últimos años. Así, será delito publicar información sobre los delitos de los que nos gobiernan, por ejemplo. O sus incongruencias de base, como informar sobre la tala de olivos en Jaén mientras defienden unas normas ecológicas férreas para el obrero que no puede utilizar su pequeño vehículo particular porque es antiguo y contamina más de lo debido (en realidad contamina mucho menos que un automóvil nuevo de gran potencia). O destruir pequeñas presas en cauces de ríos pequeños para que los peces puedan moverse a lo largo de ellos mientras que la mayoría de nuestros ríos siguen alarmantemente contaminados por los vertidos incontrolados de plantas químicas o de origen urbano…
En fin, asistimos al suicidio de una gran parte de Europa lamentablemente gobernada por unas gentes más preocupadas por su imagen que por servir al pueblo que, en base a falsas promesas, les eligió.
La semana pasada asistimos a otro de estos episodios de descontrol del poder: el secuestro del documental Lo que nos ocultaron.
Dirigido por Carlos Saura (hijo) estaba previsto que se pre-estrenase en la Sala Clara Campoamor, dentro del Congreso de los Diputados. Unas horas antes, fue prohibido el acto. ¿Cuál ha sido el motivo?
